domingo, 16 de julio de 2017

Sobre lo innombrable



Por Fatima GalBos

Omnipresente en cada aspecto de nuestra vida, el lenguaje permea prácticamente toda la existencia humana en colectividad. Sin aventurarme a entrar en debate sobre si el lenguaje nos distingue como especie –materia escabrosa y para algunos refutable-, a veces me pregunto qué tanto nos limita; si, en ocasiones, nos obstaculiza.

“Visions” — Illustrador: Jefferson Muncy
Pudiera parecer un pensamiento extraño proveniente de una escritora, siendo que mi razón de ser gira en torno a la expresión artística a través de la palabra. Pero quizás es justamente esta condición la que me lleva a enfrentarme con situaciones en las que la estructura del lenguaje, como lo conocemos al día de hoy, se me presenta insuficiente.

¿Cuánto hay en la experiencia humana que resulta indescriptible? Aquellos pensamientos que se filtran por el delicado velo de la razón y que parecieran no tener sentido, o en todo caso, escaparse de nuestro control. ¿Y qué es el control, si acaso existe? ¿Deberíamos dejar que existiera? ¿Quién no ha tenido un pensamiento emergente, sorpresivo, amorfo, que quisiera descartar, hacer a un lado, negar, ignorar o evadir?

Es el último confín del ser y su libertad. Tan poca intimidad va dejando la desenfrenada vorágine tecnológica, que poco a poco nos vamos quedando sin la privacidad del pensamiento, ese derecho implícito que poseemos al tener una mente –aún- impenetrable.

Es el territorio más fértil para sembrar tanto el terror como la belleza; para sentir formas indecibles de amor, carentes de la categorización absurda impuesta por el lenguaje. Si algo nos enseña el mismo es que todo cuanto existe debe relacionarse a otro objeto semejante y pertenecer a grupos aglutinantes y finitos.
Pinterest via Michelle McGrath


Por eso es que el amor sufre una crisis en estos tiempos (aunque quién soy yo para limitar el fenómeno solo a una época). Es con la herramienta del lenguaje que hemos decidido –impuesto- las verdades del amor, sus parámetros y circunstancias, siendo que la mera naturaleza de estos conceptos es antagónica a la esencia del amor.

¿O es que no se trata de uno de los sentimientos más sinceros, espontáneos y, por ende, libres? O quizá yo también, en mi afán por describirlo, termino limitándolo. De cualquier forma, insisto en que existen tantos matices, colores, formas, medios, distancias, magnitudes y dimensiones en las que se puede sentir amor que el resultado son amores innombrables, sin definición.

Tristezas indescriptibles, alegrías complejas; todos los sentimientos y sus combinaciones que, sin importar cuánto lo intentemos, carecen de un sentido de justicia hacia la sensación pura, cruda, originada en los laberintos de la mente. Y no es que me rebele en contra de la utilidad del lenguaje, sino simplemente que a veces me resulta atadura.

En ocasiones, lo siento como un grillete que me impide un vuelo hacia la totalidad de mi ser. De EL ser. Me paso la vida saboreando lo innombrable, encontrando insatisfactorias mis habilidades para describirlo en palabras que abarquen su complejidad, sus tantas capas y niveles:

Los miedos subyacentes en el devenir diario; la ansiedad existencial que se cola entre los hilos de mi almohada al anochecer; la gratitud de presenciar un breve momento de inextinguible belleza y la tranquilidad de sentirme viva en un instante de quietud y silencio; el temor punzante, el vuelco en el estómago ante el recordatorio de la ineludible muerte; la resignación ante la volatilidad de nuestra frágil sociedad, peleando contra el impulso de supervivencia, de lucha.

La terrible realización de que todos los días tendremos algo que en un futuro cesará de existir, al tiempo que albergamos anhelos que aún no se ven manifestados; que la felicidad de la niñez se vuelve añoranza, mientras vivimos, en el mejor de los casos, la manifestación de las ilusiones formuladas durante la infancia.

El duro golpe de la inmediatez que intenta engullir nuestro tiempo. Y todos estos pensamientos fugaces en unas cuantas horas, en un día, en 5 minutos. Imaginar qué sería distinto si hubiéramos asistido a aquel evento, o hecho aquella llamada. Fantasear con todas las posibilidades futuras, tanto alegres como dolorosas.

Encontrado en Pinterest. Crédito para el artista.
Convencernos de los sentimientos que queremos sentir, aferrándonos, nuevamente, a la sensación de control, cuando tal vez lo más feliz sería dejarnos ir…Como Ophelia, consumida por su amor como sus pulmones por el agua, dejándose arrastrar entre lirios y maleza, libre al fin de toda limitación mortal.

Me refiero, no al suicidio literal, sino a la muerte de nuestros paradigmas mentales. ¿Y si nos rendimos ante el caos interno del último santuario individual que es la mente? ¿Acaso no existe la posibilidad de que encontráramos inesperada belleza? Es mi humilde hipótesis que el odio, la perversión, la violencia y la maldad no pueden provenir más que de la opresión, de una esclavitud inicial, del autocastigo y la autocensura.

Si dejáramos de definirnos a nosotros mismos podríamos encontrar que somos algo más grande, más poderoso y hermoso que cualquier categorización. Vivimos muchas vidas, reales e imaginarias, en una sola vida humana. Y todo sentimiento primigenio surge de nuestra esencia más noble. Es nuestra conceptualización de las cosas, de los sucesos, lo que tergiversa. Porque la deformación del pensamiento a través del masoquismo es la corrupción del alma. Aunque ocultos, los pensamientos carcomen.


Quién sabe cuál será la verdadera libertad del ser. Por lo pronto, yo la sigo encontrando innombrable. 

martes, 7 de marzo de 2017

Hoy te vi morir. (Mientras las Jacarandas florecían).

Una carta a Bon Bon
Por Fatima GalBos

Ayer, al tiempo que te daba de comer croquetas molidas a través de una jeringa, me miraste a los ojos. En tu mirada leí, “ya, por favor. Basta. Déjame ir.” Con cada uno de tus quejidos, fueron creciendo los caudales de mis lágrimas. 

Te vi más pequeña que de costumbre, demasiado frágil, pero nutrí mis esperanzas en el conocimiento de tu gigantesca fortaleza. ¡Tantas fueron las veces que ante situaciones difíciles habíamos salido triunfantes!

Recuerdo el esfuerzo inmenso que te costó acoplarte a una vida de mimos y cariño desmesurado. Se hizo evidente que estabas acostumbrada al maltrato, en aquel horrible lugar del cual te trajimos. Tus primeras semanas fueron un constante aprendizaje para los cuatro: para tus dos padres humanos, para ti y para tu nuevo compañero, Vlad. Pero vaya, ¡qué decir del recibimiento de Vlad! Más que aprendizaje, fue una revelación.

Vlad era un hurón, tal como tú, pero la vida en nuestra compañía siempre parecía sentarle de maravilla. Yo lo creía el ser vivo más feliz y consentido sobre la Tierra…Hasta que te conoció. Fue en ese momento cuando supe que siempre le había hecho falta alguien: tú. 

Desde que te olfateó hasta que abrimos la cajita de cartón donde venías, no paró de temblar de emoción. Tú, necia -como fuiste hasta el final de tus días- te sentiste abrumada por sus lengüetazos desaforados. Ese día lloré de la conmoción: fue la confirmación contundente de que la felicidad y el amor no son ni característicos ni exclusivos de la naturaleza humana.





Desde entonces, él te acunaba para dormir, sin excepción alguna. Y tú, tan pequeña, cabías perfectamente, echa una bolita de algodón. Después llegaron nuestras batallas para que te acostumbraras a todo: a los baños de agua caliente que a Vlad le encantaban. A los viajes en auto que terminaste amando. A nosotros, esos dos humanos que nomás no acabábamos de encajar en tu mundo.

Dudábamos un poco de tu felicidad, pero tu amor hacia Vlad se hizo palpable el día que regresó a casa después de una cirugía. Debíamos separarte de él hasta que sus puntos cicatrizaran. ¡Cuál fue nuestra sorpresa cuando te descubrimos metiendo la cabeza entre tus propias garritas, gruñendo de frustración! “¿Qué es ese ruido? ¿De dónde viene?”, nos dijimos tu papá humano y yo mientras buscábamos la fuente de aquel sonido que no habíamos escuchado antes.

Miedosos, te regresamos con él; aprehensivos ante la posibilidad de que le hicieras daño. En cambio, lo abrazaste con delicadeza y dejaste de jugar con él por semanas, como si entendieras perfectamente –no pretendo saber cómo- que se encontraba en recuperación y que no podría aguantarte el paso al que estabas acostumbrada.

Luego, mucho tiempo después, él se fue. Solito. Una noche, me miró a los ojos y supe que quería morir en mis brazos. Recosté su cabeza sobre mi corazón y nos dormimos juntos, con papá humano haciéndonos compañía a un lado. Constantemente despertaba, preocupada por el creciente esfuerzo que le costaba respirar, pero en algún momento de la madrugada me quedé profundamente dormida.

Soñé que Vlad se me escapaba de los brazos y se ponía a retozar, juguetón. Alarmada de que se hubiese caído de mi pecho, me desperté de súbito. Pero su cuerpo estaba frío. Sus ojos abiertos, clavados en mí para siempre. Papá humano dice que aquel sueño es un indicio de que ya estaba bien, jugando nuevamente, en el más allá.

En aquella época, nos preocupamos mucho por ti. Si habías enfurecido de tal manera cuando te separamos de él después de su cirugía, ¿qué pasaría ahora, cuando no podíamos regresártelo de ninguna forma? Pero misteriosamente, estuviste bien. Adoptaste una tranquilidad antes desconocida para nosotros. Y, a veces pienso, que comenzaste a vernos más como un par de hurones gigantes que como esos extraños humanos que te daban de comer.

Nuestra relación se hizo cada vez más estrecha. Principalmente –ni modo, hay que aceptarlo- con papá humano. Nada más se le acercaba otra mujer y enloquecías. (¡Más que yo! ¿Cómo podía ser eso posible?) Te frotabas contra su ropa para que oliera exclusivamente a ti. Y aunque no desaprovechábamos las oportunidades para ponernos celosas una a la otra, no era más que un simple juego, porque en secreto éramos las mejores amigas.


Me cuesta trabajo hacerme a la idea de que ya no estarás aquí para escucharme cantar. Sin importar la calidad de mis ensayos, tú despertabas y te colocabas en posición atenta. Tú, mi infalible audiencia. El violín no te gustaba tanto. Al piano le dabas…Como un 7 de 10. Eras mi mejor y más sincera crítica, ¿lo sabías?

Cuando supimos que estabas enferma, pusimos manos a la obra. No había tiempo ni necesidad de llorar.  Siguiendo las instrucciones del Doctor, anotamos las citas en el calendario, cambiamos tu dieta, ajustamos todo para que siguieras contenta. Y por más de dos años, seguiste corriendo por toda la casa, robándote mis pantuflas, persiguiendo el Ferrari a control remoto de papá humano, echándote clavados a tu propia alberca de pelotas, viajando con nosotros a donde sea que íbamos de vacaciones.

Ganamos grandes batallas. Caídas y recaídas ante las que negamos rendición alguna. Pero hoy perdimos la guerra. Ayer habría sido el cumpleaños de Vlad, y como este tipo de incidentes son todo menos raros en nuestra locuaz (y debo decirlo, también “ocurrente”) vida, creímos que te perderíamos al anochecer, tal como había sucedido con él. Un regalo de cumpleaños para Vlad, pensamos los dos, contra toda lógica.

Pero no podías irte. Quisiera comprender por qué, aunque he aprendido a que, en este tipo de situaciones, mi pregunta favorita queda ineludiblemente sin respuesta. La noche fue larga, angustiante. Mentalmente, hice una lista de todos los seres queridos que se han ido allá, al otro lado, para pedirles su apoyo. Me espanté al notar que eran tantos. Pero cuando los nombraba en mi mente imaginaba grandes luces doradas, y su calidez me reconfortaba. De entre todos, destacaba mi Abuelita.

La ironía impregna mi vida. Tú naciste el día exacto de su fallecimiento. Te conocí muchos meses después, pero secretamente pensaba que eras un regalito que me ella misma nos había dejado. Estos días la estuve soñando más de lo normal. Sentada a la mesa, con el resto de “las viejas” (como decía mi Abuelito, única persona en el mundo de quien acepté semejante término, ya que siempre lo pronunciaba impregnándolo de su característico e infinito afecto hacia nosotras).

En mi sueño, mi Abuelita se veía guapa y juvenil, como cuando yo era tan solo una “mirruña” (la palabra vino a mí en su tono de voz, tal como ella la decía). Estaba lista para “echar chisme” con las mujeres de la familia, cuando yo la interrumpía para recordarle, “pero Abue, estás muerta”. Entonces, soltaba una carcajada y me decía, “hija, yo no estoy muerta, ¿cómo crees?”.

Pasé la noche hablándole a ella, a Vlad, a todos. “Por favor, muéstrenle el camino”, oré, entre dormida y despierta. Amaneció. Seguías aquí, cada vez más sedienta, pero ya sin poder tragar agua. Sin poder caminar. Sin poder decirme qué hacer. Papá humano y yo tomamos una decisión y te llevamos. Decidimos hacer lo impensable. Lo que habíamos acordado no hacer. Pero el corazón roto de verte así nos hizo cambiar de opinión.

No es una experiencia que le desee a nadie. A nadie. Aún cuando las personas hacen su mejor esfuerzo por hacer la experiencia lo menos dolorosa posible, no deja de ser impactante. Es un procedimiento tan fácil. Tan rápido. Supone ser lo más misericordioso, sin embargo, sentí que era lo más antinatural. Sé que lo hicimos guiados por el amor más puro en el mundo, pero este alivio nunca será suficiente. Hace muchos años me vi orillada a tomar una decisión similar con mi perrita, pero estaba lejos y no pude estar ahí para ella.

Con el tiempo he aprendido que cada muerte es completa y absolutamente distinta a cualquier otra. Ninguna es igual. Ninguna te hace más fuerte. Todas duelen. En todas, “pude haber hecho más”. Sin importar la intención, la entrega, la ignorancia o el conocimiento, siempre “se puede haber hecho más”.

De camino al hospital, la luz del sol bañó tu rostro y noté un ligero alivio en ti. Quizá, deseabas un último viaje en el auto. O quizá, solo soy yo, queriendo encontrar sentido en donde no lo hay. Sin importar lo que fuera, vi que disfrutaste de esos rayos de luz; de su calidez sobre tu faz.

Por toda la ciudad han florecido las Jacarandas. Esos árboles de los cuales brotan botones de color lila durante la primavera. Cada año, espero el mes de marzo con anticipación, para llenarme los ojos de su hermosura, para calentarme el corazón que a veces duele por vivir en una de las metrópolis más grandes del mundo.

Su belleza es como una inyección de vitaminas. Me recuerda que, aunque la humanidad se esmere en enterrar todo bajo edificios de concreto que algún día quedarán en ruinas –que, a pesar de que todo lo contagiemos de nuestra temporalidad, nuestra decadencia, aún existen árboles que florecen en primavera. Que vuelven, una y otra vez, para darnos cucharadas de lo eterno. Ahí donde nace la vida, fuera de nuestra mano compulsiva y ambiciosa de control, es donde se manifiesta lo infinito.

Hoy te vi a los ojos. Te pedí perdón. Te di las gracias. Te susurré mensajes para los que ya están allá. Te abracé. Te besé. Te vi morir. Lloré, lloro y te seguiré llorando siempre. (Nunca he podido dejar de llorarle a los que se van). Pero cuando vi de nuevo las Jacarandas, comprendí que cada vez que florezcan, mi amor por ti se renovará también en mi corazón. Te doy gracias y le doy gracias a la vida por seguirme enseñando que el amor carece de forma. En el amor he hallado la máxima expresión de libertad, ya que le son indiferentes el color, el género, la raza, y sí, la especie inclusive.

Hoy te vi morir, pero estoy segura de que naciste en espíritu, y que un día nos ayudarás a irnos también. Cuando nuestros cuerpos mortales nos cieguen y nos llenen de miedo al ocaso, formarás un camino de pétalos purpúreos, para guiarnos a donde solo hay lo que tú nos diste: amor infinito.


viernes, 20 de marzo de 2015

Mentiras en primavera


Todo comienza con una mentira. Contigo se trataba de sueños y de lugares mágicos. Como cuando me llevabas a Egipto. No importaba que hubiera pasto, ni altos árboles con sus largas y reconfortantes sombras, en lugar de palmas abandonadas entre kilómetros de arena. No importaba que mi mano se paseara por las curvas en bajo relieve de una serpiente emplumada en lugar de una cobra. Yo estaba en Egipto. Gracias a ti.

Cierta primavera, descubrimos a los pájaros. ¿Te acuerdas? Guacamayas, periquitos y cacatúas que usaban patines y otros juguetes a su tamaño. ¡Qué gran maravilla! Y nosotros de colados, viendo los ensayos en el teatro al aire libre. Por supuesto, jamás olvidaré a mi amigo, el tucán. Sí, yo sé que tú no has olvidado la felicidad pura en mi rostro cuando él se acercó a mí. “Mi amigo, el tucán”. Así lo llamaste, desde entonces.

Las tardes eran infinitas a tu lado, a lo largo de mi tierna infancia. No había nada más hermoso que el sol escarlata, y la suave brisa húmeda que viajaba desde la bahía. Las noches en la alberca parecían ocurrir en otro planeta; en una dimensión lejana donde no existía otra cosa más que estrellas reflejadas en un espejo de agua que se extendía a nuestro alrededor, hacia la inmensidad.

Una memoria me persiguió por muchos años. Supongo que era muy pequeña, cuando una primavera, me llevaste al club. Era el ocaso y recuerdo poco de lo sucedido en las horas previas. Pero me acuerdo del mar de flores de color rosa. Recuerdo que la brisa mecía (muy suavemente, como si les susurrara) las copas de esos extraños árboles rosados. Tú estabas lejos, muy lejos, parecía. Y yo bailaba sobre los pétalos, como la princesa de un país fantástico, donde todo poseía la misma palidez rosácea. Me pasé los subsecuentes días dibujando la escena, al tiempo que soñaba despierta en medio de la clase. Sólo que en mi dibujo, ¡los pétalos llovían a cántaros! Recuerdo que mi maestra quedó fascinada con la ilustración y la conservó. Yo me quedé con el recuerdo, pero eventualmente me convencí de que aquello había sido una fantasía, ya que no volví a encontrar árboles rosas por ninguna parte.

Los años pasaron. Hasta que un día, me topé con una serie de fotografías de los cerezos que florecen en los parques y calles de Japón. ¡Mi fantasía era verdad! Aunque no existieran ejemplares así en México. En algún lugar del mundo, yacía mi tierra de ensueño. ¿O acaso era tu tierra de ensueño? Tu voz es mi voz interna. Tu corazón enseñó al mío a latir. ¿Cómo puedo yo saber si los pensamientos eran tuyos o míos? Quizás existen, más allá de nosotros, en un jardín que compartimos. En ese amplio y vasto jardín donde habita todo, pero que ya no puebla nadie.

Una mañana de marzo, íbamos juntos, camino a la secundaria. Y ahí, frente a nosotros, yacía una visión mágica: el árbol rosa. “¡Nombre! Mira nomás, qué cosa tan bonita”, fue lo que dijiste. Más tarde, al regresar de la escuela, tenías la respuesta a la pregunta que había distraído mi mente todo el día: Árbol Primavera, les llamaban. Pronto, descubrimos que en Cuernavaca, aquello era algo común. Y entonces, las calles se volvieron ríos de color rosa, que a veces desembocaban en grandes cauces a donde también iban a parar los pétalos morados de las jacarandas. La explosión de color que se esparcía por la ciudad era el manto que protegía nuestro mundo. Nuestro mundo de mentiras.

Porque cada primavera, tú me contaste una mentira. Una dulce, y perfecta mentira, repleta de amor. Hoy, los árboles florecen en tu ausencia. Mas son tuyos; eres tú. La música que llegó el día de mi cumpleaños, como un presente… El regaño que a veces escucho cuando desespero… El embeleso que es verte a ti, reflejado en todo atardecer. Gracias, Abuelito, por cobijar mi vida bajo un cálido manto de pétalos de color rosa.

lunes, 30 de junio de 2014

Pérdidas sincrónicas

por Fátima GalBos

Hace tres años falleció una de las personas más importantes en mi vida. Mi abuela. Tuvimos una relación turbulenta, mucho más parecida a la de madre e hija, que a la de abuela y nieta. Una vez, varios años antes de su partida, me dijo, "no quiero que nadie llore en mi funeral". Cuando el día irremediablemente llegó, no lloré. Aullé. Grité. Morí, también, en algún sentido. Un mes después, el 27 de junio, murió un gran profesor de mi universidad. Jamás había conocido a alguien como él. Fue el primer maestro en decirme que mi escritura no bastaba, que había que pulirla, perfeccionarla, corregirla. Me retaba, todos los días. Me decía que debía ser mejor. Me impulsaba fuera de mi zona de comfort; me impedía caer en la mediocridad. También me permitía expresarme por completo en clase y fuera de la misma, incluso cuando era para retarlo, corregirlo. Era una persona que había trascendido el ego; no le importaban las superficialidades de la percepción humana, sino su misión como tutor, como maestro, como persona. Cada vez que escribo, pienso en él. En sus consejos y lecciones. Siempre recuerdo sus últimas palabras a mi: "Fátima, deberían existir más estudiantes como tú". Gran honor, que pensara eso de mí. Inmerecido, ¿quizás? No lo sé. No pretendo saberlo. Su partida fue abrupta, inesperada, lamentable. Dos años después, exactamente el mismo día, 27 de junio, murió mi madre biológica. Y un año después, el día de ayer, 29 de junio, murió mi tía abuela. A veces pienso que el universo tiene un sentido del humor perverso. No he experimentado otras pérdidas, en toda mi vida, más que estas cuatro que comento. El asunto me recuerda a una película que habla sobre las coincidencias, y que clama: éstas no existen. Quiero pensar que esto no es verdad. Que sí existen las coincidencias y que el azar matemático es el responsable de que sucedan. Pero me resulta imposible evadir los pensamientos inquisitivos y contenerme de levantar una ceja curiosa. Cada pérdida ha sido distinta y contrastante, pero todas son pérdidas, al fin y al cabo. Unas duelen más que otras. Ayer, mi dolor no era tanto mío, sino el dolor de mi abuelo. De verlo triste; de saber lo que representaba para él. No importa. Pérdidas son pérdidas. 

Hoy, revisando mis cuadernos, encontré algo que escribí justo después del funeral de mi profesor. Decido compartirlo. Seguramente, alguien se identificará con el sentimiento, con su esencia. Quizás, alguien más, allá fuera, se sienta perseguido por las coincidencias, por el azar, y por la inexplicable urgencia humana de encontrar sentido.

27 de junio de 2011

Me he acercado. Por fin, llegué hasta el féretro. Es la segunda vez en unos cuantos días. Soy fuerte, ¿qué no? La muerte me ha inyectado con la vacuna que es perder a un ser querido, por primera vez, y que prepara al cuerpo para subsecuentes pérdidas. ¿Querido? Amado, malentendido, peleado, perdonado...

¿Realmente estás ahí? ¿Eres tú, adentro de ese capullo abandonado? ¡Qué digo! Es usted...

Volteó y miro a mi alrededor. Observo de lejos lo que hace semanas viví, con la carne enrojecida, expuesta. La gente que llora caudales de lágrimas. Regreso la mirada al féretro y me doy cuenta de las gotas. Las malditas gotas sobre el vidrio; tan bellas, tan profundas. La suciedad más incólume; nadie se atrevería a limpiar aquella superficie cristalina y remover la máxima expresión del dolor. Aquel vidrio separa de manera concluyente e irrefutable la existencia de los vivos de la de los muertos (porque, invariablemente, existen). 

Recuerdo la rabia que me provocaba. Las ganas de arañar el vidrio con las uñas. Las ganas de escarbar desesperadamente hasta el fondo del ataúd, de tomar al fallecido y darle el soplo de la vida. De espantarle la muerte a sacudidas. 


Yo entiendo. Comprendo a los que, en lugar de llorar, berrean. Cuando yo lo hacía, sentía que nadie me entendía. Ahora comprendo que a los plañideros simplemente no se les puede entender. No realmente. 


Y, ¿qué pasa con los sueños, pensamientos y sentimientos?

¿A dónde van? ¿Dónde están?
¿Los puedes agarrar con las manos?
¿Los puedes jalar, cual hilos entretejidos de una tela desvanecida?
¿Te los puedes robar, correr con ellos, cual gato con ratón, con lagartija?

Corres, te los llevas, te los robas.

Te apresuras a entrelazar con ellos mil y un cadenas de plata. 
Porque quieres traer colgado sobre el pecho, cerca del corazón, lo que ya se ha ido.
Y yo... Yo los quiero guardar (a los difuntos) en un saquito. En una bolsa que al abrirla me aviente en la cara el aroma de la vida y no el de la muerte. Quizá, su esencia se transforma en tatuajes permanentes, que perforan el cerebro, lo queman, imprimiendo las verdaderas cicatrices del recuerdo. 

¿A dónde fue ella? ¿A dónde fue usted? Parece que muy lejos. O que están aquí. Susurrándome, hablándome, gritándome palabras que no dejo de escuchar...

jueves, 10 de abril de 2014

Un sueño


El maestro notó la ausencia de mi atención. Mi mirada ensoñadora le debió haber resultado evidente. Quizá por esto, demandó que defendiera la existencia de aquellas vidrieras dentro del salón de clases, cuando lo único que hacían, en su opinión, era distraer a los alumnos. Aún hipnotizada por el intenso y brillante fulgor del vidrio entintado de rojo y amarillo, que abofeteaba la vista humana con violencia, respondí que la experiencia creativa requería de estímulos externos y que, sin éstos, la inspiración raramente llegaría. El profesor pareció molesto con mi réplica; quizá porque había creído, en un principio, que yo no sabría cómo otorgarle una respuesta; o tal vez era, simplemente, su reacción ante el barullo que mis palabras habían desatado entre mis compañeros. De cualquier forma, sucumbí una vez más ante la incitación irisada de los vitrales, desviando mi mirada nuevamente, lejos del hombre. 

La clase terminó, y me levanté del pupitre corriendo, para asomarme por uno de los escasos cristales translúcidos y acromáticos, al otro extremo del cuarto. Algunos compañeros me imitaron. Vimos, entonces, a una parvada de pájaros que sobrevolaba los techos góticos del recinto. Parecían librar una batalla, allá, a lo lejos, bajo el lóbrego firmamento. De pronto, las aves se enfilaron coléricamente hacia la ventana, cual humareda enardecida. Nos hicimos a un lado en el momento preciso en que los enormes pájaros atravesaron el ventanal, despedazándolo. Al parecer, huían de algo, despavoridos. Cruzaron el salón y arremetieron contra otro vitral, haciéndolo añicos de la misma forma que con el anterior. Al otro lado del hueco en la ventana, se asomó un mar turbulento que se alzaba contra el cielo ennegrecido. 

El nivel del agua era tan alto, que se filtró por la ventana rota, inundando parte del recinto, al tiempo que la interminable parvada continuaba su escapada. Un par de aves aterrizaron sobre el agua, y entonces vimos que se trataba de hermosos cisnes. Las madres ayudaron a sus polluelos; los agruparon, los contaron; los empujaron con sus grandes picos, como pidiéndoles que aceleraran el paso. Pronto, el enemigo se hizo visible; resultó ser un grupo de cisnes machos, quienes enseguida picotearon a los indefensos polluelos, desplumándoles la cola, mientras que sus madres gritaban y sollozaban, impotentes, pero aguerridas. Aterrada, yo deseaba ayudar, pero algo me detenía. Finalmente, la parvada pasó, y los gemidos y aleteos fueron suavizados por la distancia. 

Justo cuando lográbamos sacar casi toda el agua del salón, una joven se acercó a mi. Mírala, me dijo, señalando una estatua de mármol blanco que describía las curvas entorpecidas de una mujer cuyos miembros se hallaban entrelazados con el cuerpo de una gigantesca boa. ¿Qué tiene?, le pregunté. Es como si hicieran el amor..., respondió la chica; ¿No te parece algo bizarro? Entonces, observé la estatua con detenimiento. No pude evitar sentir una provocación grotesca y, a la vez, exquisita. Permanecí callada, sin ofrecer réplica alguna. Ella esbozó una sonrisa cómplice y juguetona.


Fin

jueves, 2 de enero de 2014

Reflexiones sobre un "año viejo".



El año 2013 ha sido particularmente especial, complejo, diverso, difícil, hermoso, retador...
Quisiera plasmar algunos pensamientos al respecto, a manera de reflexión, debido al parte-aguas que ha representado para mi. En definitiva, siento que implica un "antes" y un "después" en mi vida. Es complicado resumir en palabras todo el proceso; todo el aprendizaje, cuestionamientos y emociones que implica. Pero haré el intento.

La motivación detrás de mis acciones fue puesta en tela de juicio, durante este año, al máximo. No por alguien externo, sino por mi propio criterio. Cuando una se halla comenzando el segundo cuarto de siglo, es posible ir arrastrando una gigantesca red de pesca, la cual se usado para atrapar aquello que nos nutre, pero que en el camino se ha enredado con cuantiosa basura. He criticado una y otra vez  a la gente prejuiciosa, sin reparar en el hecho de que no estoy exenta de prejuicios ni de ideas preconcebidas. Las voces internas, que antes hacían las veces de jueces implacables e incuestionables, se vieron fragmentadas, doblegadas... Unas murieron y otras mutaron. En mi búsqueda por ser auténtica, encontré que no todo lo que consideraba como parte inherente de mi personalidad, en realidad lo era.

Por segunda vez en mi vida, dije lo que pensaba y sentía sin importarme el "deber ser". Y tal como la primera vez, tuve que enfrentar las consecuencias de hacerlo. La zona de confort se llama así por una razón: nos mantiene en un estado de falsa seguridad, que supone una aparente paz con el entorno social, pero que compromete nuestros ideales, nuestras creencias... En fin, lo que "somos", en contraste con lo que - reiterando el principio del párrafo - "debemos ser". Y las repercusiones no son fáciles de sobrellevar. Por el contrario, exigen lidiar con sentimientos de culpa, distanciamientos, y demás situaciones dolorosas. Aún no sé si decir, "¡valió la pena!", porque mis acciones me llevaron a perder la oportunidad de despedirme, para siempre, de mi propia madre, quien si bien no me crío ni formó parte de mi vida, me brindó la misma. Perdí la oportunidad de arreglar las cosas; de mantener ese asfixio disfrazado de tranquilidad y amabilidad. Pero finalmente aprendí algo increíblemente importante: todas y cada una de las acciones conllevan una reacción, ineludible y raramente controlada. Y también aprendí que las decisiones tomadas deben ser enfrentadas con gran dignidad. Si existe la reflexión de que la decisión no es la correcta y se puede hacer algo al respecto, se debe hacer con prontitud, si no, es necesario hacer frente a las consecuencias. La auto victimización es inútil.

Este suceso, dolorosísimo, también proyectó una extraña luz en medio de la oscuridad, la cual reveló la verdadera esencia de los que me rodeaban. Fue increíblemente bizarro encontrarme con que aquellos que consideraba mis mejores amigos me dieron la espalda. Aunque debo decirlo: no todos. ¡Pero sí muchos! Algunos de los lazos más estrechos probaron ser inquebrantables: me acompañaron, ya sea física, emocional o mentalmente, durante mis horas de tinieblas. También recibí grandes sorpresas: aquellos con quienes había sido difícil la convivencia, o con quienes no compartía tanto, estuvieron ahí para darme un abrazo, palabras de aliento, o simplemente "estar" conmigo. Algunos no supieron qué hacer. Se vieron imposibilitados en lidiar con lo que me sucedía, demostrando así que cada quien tiene luchas internas inimaginables, que pueden hacer flaquear al más fuerte. Con el resto ni siquiera compartí lo sucedido, al considerarlos barcos muy lejanos en el horizonte. ¡Cuántos espejismos nublan nuestra percepción!

Este año, uno de mis seres más queridos enfermó de gravedad. A mucha gente le cuesta trabajo comprender que este ser no forma parte de la "raza" humana. Se le llama "mascota", pero creo que el término no comprende ni el cariño ni la lealtad que me brinda, ni el que yo siento por él. Yo supe que estaba enfermo mucho antes que los doctores, quienes insistían en que no había nada malo en él. Pero ese instinto materno que existe en los mamíferos no se limita a una misma especie: se extiende a todo aquello que vive, que respira, que ama. Me rehusé a rendirme. Luché hasta encontrar a un hombre formidable, el cual ha inspirado uno de los personajes de mi libro. Un veterinario que no vive para hacer dinero, ni que lucha por sus propios intereses. Se trata de un hombre que mantiene la curiosidad de un niño, la ética que todos los médicos y profesionistas deberían poseer, y principalmente: el respeto a la vida. De él he aprendido mucho y le estoy infinitamente agradecida.

Recuerdo aquella noche, en que pensé que todo se acabaría. Tenía en mis piernas a un diminuto bulto de carne y hueso (más hueso que carne), que a pesar de encontrarse moribundo abría los ojos y me miraba con un amor inmenso e incondicional. He vivido todos los días, desde entonces, luchando por su vida. Y no me arrepiento un ápice. Es el ser más agradecido que he conocido, y a la vez, el más desinteresado. He recibido innumerables críticas, miradas de incomprensión, y prejuicios. He escuchado los comentarios más dolorosos. Gente que me "aconsejó" que terminara su vida, de una buena vez. Personas que intentaban entregarme una guadaña que no les corresponde. ¡Que alguien se apiade de la humanidad, porque ésta aún carece de piedad! Hasta que los humanos dejen de verse a sí mismos con los ojos del ego y del orgullo, nuestra existencia será vacía y destructiva. Que nadie se queje de las desgracias que atañen a la humanidad, pues es ésta misma, la que las siembra y cosecha. No culpemos a Dios, ya que si nosotros mismos no podemos apreciar el valor de la vida, por más pequeña que ésta sea, ¿por qué debería alguien más valorar la nuestra? Tenemos mucho qué aprender; mucho, de las manifestaciones de la creación misma,  aquí en la tierra. De los animales, de la naturaleza, del universo, del gran milagro (y ciencia) que es la vida.

Pero las luchas que se pelean con el corazón, tienen su recompensa, y es mi inmensa alegría, ver a ese ser con vida, peleando su propia batalla, y haciéndolo con alegría. Es una felicidad que me inunda, y que no cabe en mi ser corpóreo.

En el transcurrir de los meses, también he aprendido a no comprometer mis ideales, en pro de no generar controversia. No es fácil. Vivimos en una sociedad de modas, de conveniencias, y de apariencias. Aún desconozco las repercusiones que conllevará defender mis ideas como escritora: son una aventura y un ciclo que están por comenzar. Pero es mi llamado. Es más grande que yo. Y si algo quiero aportar a este mundo es el cuestionamiento constante y la ruptura de paradigmas. No aportaré ideas absolutistas de la realidad, ni defenderé dogmas. Si logro que alguien, en algún rincón del mundo, cuestione su realidad y transforme su consciencia en una auto-consciencia más responsable y se aproxime hacia una visión más compleja y menos simplista del mundo, estaré muy agradecida. Lucharé por ello.

Cada vez me convenzo más de que los "finales felices" no son imposibles. Tan sólo se trata de un término erróneo para definir la felicidad. Y es que no hay finales. La felicidad se hace en el camino. El amor evoluciona. El problema de nuestra sociedad es catalogarlo, limitarlo; dejarlo estancar. Como el agua, se vuelve turbio. Pero si se deja fluir y se comprende que el objeto de nuestro amor no es, para nada, un objeto, sino un ser libre, éste crece y el amor deja de concebirse como un factor de posesión, y se convierte en un factor de devoción, y a la vez, de respeto. Hoy, a cinco años de haber iniciado la aventura del matrimonio, me siento más enamorada, más unida a mi esposo. Ignoro lo que depara el futuro, y es de lo más peligroso jactarse de haber hallado cualquier estado parecido a la perfección (es además, de lo más nefasto), pero se ha renovado mi fe en el amor, en el crecimiento personal, y en el trabajo en equipo. De los consejos que me han dado a través de los años, puedo decir que ninguno funciona, porque todos somos distintos. Cada uno vive las aventuras que elige, y cada uno puede crecer o no, ganar y perder, en el proceso. Pero en este tema en particular, puedo afirmar: ¡vale la pena intentarlo!

También me ha entristecido ver lo mucho que nos divide como personas, como amigos, familiares, ciudadanos, como seres. A veces, no sabemos lidiar con los malentendidos, con las personalidades contrastadas; con los resentimientos del pasado; con los problemas de comunicación; con nuestra propia vulnerabilidad; con los límites personales; con aquello que nos diferencia. Pero también he aprendido a respetar el viaje de cada persona. Cada quien vive una realidad diferente, y nadie sabe lo que sucede realmente en cabeza ajena. Ojalá aprendamos a superar nuestras distinciones, y en la medida de lo posible, aspiremos a ser mejores, sin menospreciar el camino de los demás. Todos somos imperfectos, pero perfectibles. Comparto aquella oración budista, infinitamente sabia: "¡Que todos los seres vivan en la gran ecuanimidad, libre del apego y la aversión que mantienen a algunos cercanos y a otros distantes!".

Me ha sido duro reconocer que aquello de lo que siempre me consideré víctima, fue, en realidad, resultado de mis propias acciones (en combinación, por supuesto, de acciones externas, y de variables como la temporalidad, la sincronía, etc.). Es extremadamente sencillo simplificar las situaciones que vivimos y culpar a fuerzas exteriores. Pero hoy reconozco que, así como me han lastimado en la vida, yo también he sido capaz de lastimar, consciente e inconscientemente. Cuando pensamos que somos incapaces de hacer daño, esto representa, me parece, una baja autoestima disfrazada de complejo de superioridad. Pensamos que somos mejores, pero -secretamente- creemos que somos insignificantes y que nuestras acciones pasan desapercibidas, porque nosotros mismos no las valoramos. Al menos, así ha sido mi experiencia. A veces, he actuado con buena voluntad, pero he lastimado sin saber que dicha voluntad estaba ligada a mi propio ego. Lo que es bueno para mi, no precisamente lo es para alguien más.

Finalmente, he aprendido a ser más alegre. Me resulta humorístico el grado de descontrol que tengo sobre mi vida. ¡Hay tantas cosas que no dependen de mi! Y eso está bien. Quiero disfrutar más de lo que sucede a mi alrededor, incluso cuando mis planes no salen como pienso que deberían. ¡Es difícil cuando se es neurótica y obsesiva! (jaja), pero hay que "echarle ganas". La vida es, la mayoría del tiempo, bella y divertida, si se le quiere ver de esta manera. Cuando miro al pasado con nostalgia, me parece curioso darme cuenta de que los momentos que recuerdo con más dicha son instantes que no tenía idea que algún día extrañaría. Son cosas muy sencillas: sonidos que nos rodean, caras que nos acompañan; compartir un helado o un café con alguien; mirar un programa de televisión o viajar en coche con una persona, aunque no se intercambien muchas palabras. Por eso, cada vez que me siento cómoda con algo, cualquier cosa que puede parecer incluso rutinaria, trato de atesorarla y agradecerla, porque sé que no será para siempre.

Y muy importante: he aprendido que cuando alguien me pide que cante, que toque el violín, que dibuje o pinte algo, que le cocine algo... ¡hay que hacerlo! Uno nunca sabe cuándo será la última vez, y esto puede ser causa de gran arrepentimiento. Ahora comprendo que los talentos sirven para dar alegría, para unir a las personas, para inspirar, más que para la satisfacción personal.

No tengo mas que un propósito, y es el de cada día: aprender. No tengo todas las respuestas a mis preguntas, y no soy mejor que mi vecino, que mi prójimo. Aquí estoy, y estamos todos: aprendamos juntos.

domingo, 20 de enero de 2013

Gotas de Idea


Es extraña la mente humana. Aunque esto sólo puede ser considerado bajo parámetros humanos. Mi mente es extraña para mi misma; aunque no sé si le resultase bizarra a otra criatura, viva…o no. Pensamientos arbitrarios cruzan mi mente. De todos, quiero hacer una historia; transformarlos. Agarrar un hilo y otro, y de la gran madeja, hilar algo congruente. Nunca dejo de pensar. No puedo. Es una obsesión. Pienso en la ducha; en el baño, en la cocina, en el auto, en las conversaciones, en los cafés, en el trabajo, en las películas, en las reuniones familiares, en las fiestas, en las escaleras, en los viajes…en sueños. 

Y esto no es una forma de autocomplacencia. No es una patética excusa para jactarme de lo pensadora que soy. Al contrario. Pienso porque no comprendo. La confusión, la incomprensión y la curiosidad me llevan a pensar…y pensar, y pensar. Me ocupo y me preocupo. Y, de alguna manera, me “post-ocupo”. A veces tengo el temor irracional de que todos esos pensamientos pasan, intrascendentes. Viven y mueren solitarios. But then again, so do we… 

A menos de que exista un mundo de la ideas, como decía Platón. Quizás, allá viven. En algún lugar, más allá de mi cabeza. Porque, ¡qué lugar tan abarrotado es mi cabeza! No creo que tengan mucho espacio allí dentro. Ahí, donde conversaciones enteras ocurren; las voces de los personajes de la infancia, del temor, del deseo, de la esperanza, del cinismo, de la ingenuidad, de la imaginación, de todas y cada una de esas estrellas en el firmamento de la mente. 

Ahora que lo pienso, la mente humana es muy parecida a la bóveda celeste de una ciudad iluminada. Son escasas las estrellas que podemos atisbar. Son contadas las constelaciones que podemos apreciar, y más aún, comprender. Y en la oscuridad, opacadas por una luz artificial, quedan todos los demás cuerpos cósmicos. Tan incompleto es nuestro conocimiento sobre las “cosas”, la “realidad”, el mundo, el conocimiento en sí, y por supuesto, nosotros mismos. 

Son sólo algunos los que se aventuran a tomar un telescopio e intentar ver más allá. Pero los pensamientos que estos valientes seres pueden llegar a tener, son tan frágiles, intangibles e inmateriales, que pueden irse, tan rápido como los impulsos eléctricos que los generaron. Algunos quedan en palabras habladas, o en papel, o piedra – o en un archivo digital. Mas, ¿qué es lo que queda ahí? ¿A qué porcentaje equivalen, de la idea principal? Nuestro lenguaje escrito es quizás incapaz de transmitir todo lo que representa un pensamiento, una idea. 

¡Cuánto se pierde en el proceso del lenguaje! Todo, y nada, a la vez. Porque de alguna manera el pensamiento vive, existe, en esos símbolos fonéticos llamados letras. Pero su existencia queda irremediablemente parcial, quebrada, fragmentada… incompleta. Entonces, pienso que las ideas sí deben existir en algún “lugar”… Porque se parecen enormemente a los humanos. Y nosotros existimos… ¿Cierto?